septiembre 19, 2015

NOSOTRAS Y LOS MIEDOS


Hace unos días, al entrar en el blog de Paula, me encontré con que empezaba su post de la siguiente manera: "Honestamente, fue imposible escribir una entrada decente ya que un niño de cinco años con fiebre y durmiendo en la cama de sus padres no es precisamente garantía de un descanso reparador. Sin contar con el hecho de que el colecho llega con intercambio de virus y esta madre desmesurada está sintiendo el sospechoso cansancio de la fiebre..."  

La coincidencia llegaría a asombrarme si no fuera apenas una perla más en un largo rosario de sincronicidades entre nuestras respectivas vidas que hemos descubierto a lo largo de los últimos meses; pero como a esta altura es prácticamente un hecho asumido por ambas partes, supongo no se ofenderá de que le haya "robado" su introducción para empezar estas reflexiones sabatinas (podría haberme esforzado por decir lo mismo con diferentes palabras pero habría sonado a Salieri, así que preferí la cita literal que al menos da cuenta del copyright).

Es que este sábado me sorprende a mí también en cama, afiebrada y con una disfonía casi total, después de una semana completa de "colecho" y sueño intermitente que ha acabado con mis últimas reservas de energía. Y aunque para hoy había agendado un tema diferente, delicado y de particular sensibilidad, temo que no tengo las neuronas en condiciones para semejante despliegue; así que opté por dejarlo para el sábado próximo, y en cambio compartir contigo lo que llamaría "una de entrecasa" (te prevengo desde ya: se viene una entrada larga, así que si tienes tiempo y ganas, mejor te preparas un té o un café para acompañar la lectura).

Lo que yo creo

Todo comenzó el viernes pasado, cuando mi hijo amaneció con la garganta inflamada y un ligero cuadro febril. Como es un niño que casi nunca se enferma -en seis años no ha padecido más que tres o cuatro estados gripales leves- en principio no le di mayor importancia."Descansa y toma mucha agua", le indiqué; "los soldaditos blancos del cuerpo se encargarán de derrotar y echar fuera todas esas bacterias malvadas".

A esta altura debo abrir un gran paréntesis para contarte (sin ánimo de abrir un debate) que desconfío visceralmente del sistema médico institucionalizado. A lo largo de toda mi vida, y especialmente durante los años de ejercicio activo de la abogacía, tuve que lidiar más de una vez con la insensibilidad, la desidia y la falta de capacidad de médicos que calificaban la muerte de un paciente como un "riesgo calculado"; y aunque entonces no era capaz de formularlo abiertamente, sospechaba que desde la propia formación de los médicos hasta sus métodos de trabajo estaban peligrosamente influenciados por los intereses de las multinacionales farmacéuticas, a quienes no les importa en absoluto curar personas sino simplemente paliar síntomas y generar pánico colectivo con "nuevas" enfermedades, para que su negocio no deje de prosperar (si la idea te parece absurda, deberías leer lo que opina este premio Nobel de medicina, que algo debe entender más que yo del asunto...)

Tiempo después, cuando profundicé en la metafísica y las terapias energéticas, aprendí un concepto que en ese entonces era revolucionario y muy resistido, aunque hoy goza de mayor aceptación: lo que nos enferma el cuerpo son nuestras propias emociones negativas. Una pionera en el desarrollo de estas ideas, Louise Hay, expresaba ya en 1988: "Tanto el bien como el mal-estar en nuestras vidas son consecuencia de las pautas de pensamiento que forman nuestras experiencias. Todos tenemos muchas pautas mentales que nos producen experiencias buenas y positivas; a éstas las disfrutamos. Lo que aquí nos interesa son las pautas de pensamiento negativas que nos producen experiencias desagradables y nada gratificantes"

Más tarde me inicié en Reiki, y entonces descubrí con sorpresa que poseía una especie de don o habilidad especial para detectar las causas emocionales detrás los malestares físicos de mis pacientes (no estoy diciendo que todos los reikistas trabajen de la misma forma: creo que en realidad es una combinación del manejo de la energía universal con predisposiciones naturales del terapeuta, como la empatía). Lo cierto es que con frecuencia una persona venía a mi consultorio para tratar un dolor o afección determinada, y en el curso de la terapia descubríamos que estaba padeciendo una situación de crisis familiar, o se sentía presionada en su trabajo o no se había permitido hacer el duelo por la pérdida de un ser querido... 

Antes que pongas el grito en el cielo, te aclaro que los reikistas NO diagnosticamos, ni pretendemos sustituir en medida alguna los tratamientos médicos seguidos por pacientes con enfermedades crónicas. Sin embargo, estas comprobaciones reiteradas en el tiempo acerca del origen psicosomático de la mayoría de las enfermedades me llevaron a adoptar una filosofía muy personal en el tema de mi propia salud: mientras por un lado me dedicaba a fortalecer mi organismo con una dieta saludable, abundante en frutas, vegetales y fibras, y desintoxicarlo de todas las sustancias que pudieran atentar contra mi sistema inmunológico -como la cafeína, a la que supe ser adicta en los tiempos universitarios-, por otro lado empecé a observarme detenidamente para detectar los patrones mentales subyacentes cada vez que me enfermaba, y trabajar con afirmaciones, reiki, gemoterapia y preparados herbales caseros, en vez de correr a la sala de emergencias cada vez que algo "no andaba bien", como parece ser la costumbre de todo ser humano civilizado (al menos por estos lares).

Entiéndeme bien: tampoco es que sea una fundamentalista, ni que esté dispuesta a morirme de una peritonitis antes que buscar ayuda médica. De hecho, cuando hace meses desperté una madrugada con un lacerante dolor abdominal que literalmente me hacía arañar las paredes, supe de inmediato que terminaría en las manos de un cirujano (porque si bien intuía cuáles de mis pautas negativas habían generado el enorme quiste de ovario que provocaba aquel dolor, evidentemente no había hallado hasta entonces una forma eficaz de lidiar con ellas). Lo que quiero decir es que, en la vida cotidiana, tengo una concepción bastante naturista de la salud: confío intuitivamente en la maravillosa capacidad de autoregeneración del organismo humano, así como en la mayor efectividad de las terapias alternativas frente a medicamentos químicos que normalmente no curan, sino que tienden únicamente a enmascarar síntomas. Y los mismos criterios aplico cuando se trata de mi hijo, el cual -a diferencia de la mayoría de sus amiguitos-, jamás volvió a pisar un consultorio médico después del último control pediátrico, cuando cumplió el año de vida...

En las garras del miedo 

Volvamos pues a la anécdota: allí estaba el pobre ángel, con las amígdalas como granadas y una mirada lastimera de "no te alejes demasiado". El Padre -que comparte mi postura naturista, aunque por distintos fundamentos- tomó la decisión práctica: el niño se mudaría a la cama de papá y mamá mientras le durase el estado febril, a fin de poder atenderlo mejor. Pero en realidad fue esta Madre -que de mártir no tiene nada- la que durante tres noches consecutivas se despertó cada media hora para traer agua, llevar al baño, acomodar las frazadas, poner pañitos de agua helada o administrar el jarabe para la tos... Así llegamos al cuarto día (hasta ahora el período estadísticamente probado de remisión de cualquier gripe o similar en esta familia); pero el peque, lejos de evolucionar favorablemente, levantaba fiebres cada vez más altas, además de negarse sistemáticamente a ingerir cualquier clase de alimento que no fuera agua -por más que intenté con yogur, gelatina, galletitas integrales molidas, manzana rallada y cuanta cosa se me ocurrió-. Y ahí, lo confieso, mis convicciones empezaron a flaquear: ¿y si el niño tenía algo más delicado, y en mi necedad yo estaba agravando el cuadro en vez de ayudarlo?

Si eres mamá, seguro conoces de sobra esa vocecita malévola dentro de tu cabeza: es el miedo, ese viejo enemigo que tantas veces nos sorprende por la espalda en el momento más inesperado, y casi nunca para nuestro bien. Louise enseña que (junto al resentimiento, la culpa y la crítica) el miedo es precisamente una de las emociones tóxicas que se esconden detrás de muchas enfermedades físicas; y yo, demasiado exhausta para pensar con claridad, estaba a punto de librar -y perder- una nueva batalla frente a este sórdido adversario...

Miércoles, seis de la tarde. El niño tirado en la cama con más de 40ºC. Pálido, ojeroso y somnoliento. Entonces, la Hechicera dentro de mí decide tomar las riendas del asunto: pone música suave, va en busca de sus gemas curativas y durante la siguiente hora le da una prolongada sesión de Reiki, focalizándose específicamente en la cabeza y cuello. Los guías, siempre atentos, no tardan en hacerse presentes con su mensaje alentador: "No hay nada de qué preocuparse: es sólo una infección bacteriana en la garganta... Este niño ha sentido en algún momento una furia muy intensa y por alguna razón no pudo o no supo expresarla, así que el fuego se concentró allí". Recordé -siempre durante la sesión- que llevábamos varios días trabajando sobre la exteriorización de las emociones, y cómo canalizar la ira y la frustración de formas no peligrosas para sí mismo o el entorno (por ejemplo, encerrarse en su cuarto y darle puñetazos a la almohada); entonces comprendí que quizá había omitido un detalle no menor, como darle la posibilidad de GRITAR su rabia... 

Una de las virtudes mayores que tiene Reiki es que al canalizar la energía para dirigirla al paciente, la misma circula por todos los centros energéticos del terapeuta, brindándole también a éste una buena dosis de armonía, equilibrio, salud, vitalidad y vibraciones positivas; así que para cuando terminé, me hallaba totalmente recuperada del cansancio y más segura que nunca de lo que debía hacer. Minutos después, suena el teléfono: era la abuela, preocupada por el estado de "su bebé".

- Está mejorando, mamá; sólo hay que darle un poco más de tiempo.
- Pero, ¿todavía tiene fiebre alta?
- Eh... justo ahora le bajó un poco.
- ¿Y no te da miedo que lleve tantos días así?
(suspiro)
- No, mamá, no tengo miedo... después de todo, ¿a vos dónde te llevaron tus miedos? 

[Otro paréntesis: mi madre siempre fue de las que corren detrás de los médicos, aterradas ante la idea de que sus hijos se enfermen... y para "no defraudarla", antes de cumplir los once años y a pesar de las vacunas, vitaminas y complementos que recibía, yo ya había padecido todas las enfermedades infantiles conocidas: falso croup, sarampión, paperas, rubéola, varicela y hasta escarlatina ¡algunas de ellas incluso dos veces!]

- Bueno, pero vos te vas al otro extremo, te creés superpoderosa... y el que sufre es el niño.
- No te preocupes, para mañana seguro estará mejor. Te llamo, ¿ok?
- Pero, ¿no vas a darle antibióticos?
- No si puedo evitarlo; ya sabés que lo antibióticos hacen estragos en el sistema inmunológico, y de nada sirve que se cure rápido de ésta si en una semana está enfermo de nuevo...
- No seas loca y cuidame bien a mi chiquito (esto último dicho con voz temblorosa y el debido énfasis melodramático como para conmover a un muerto).
- Sí, mamá, quedate tranquila, lo estoy cuidando (hello, ¡soy la madre!)

Lo malo de ser empática, es que en situaciones de crisis una no siempre logra distinguir cuáles de los sentimientos que experimenta son propios, y cuáles son simplemente el reflejo de emociones ajenas. No tengo que decirte que buena parte de mi convicción se escurrió como agua tras la llamada; pero si todavía me quedaba un resto de autoconfianza, terminó de quebrarse dos horas después, cuando comprobé que la fiebre del niño había vuelto a subir a más de 40...

- Ya está: dejate de supercherías y vamos a llevarlo al médico.- sentenció el Padre, y pude percibir el miedo en su voz (¿era el suyo o el mío?)

Conclusión de la historia: a la una de la madrugada terminamos con el niño en Emergencias, sólo para escuchar, de voz de un pediatra abúlico y somnoliento: "Es sólo una faringitis bacteriana, madre... Vamos a mandarle un antibiótico y listo". Supongo que resultará superfluo aclarar que mucho ANTES de darle la primera dosis del antibiótico, la fiebre descendió "milagrosamente", y la criatura durmió como angelito toda la noche, mientras la Madre se desvelaba, presa de una furia incontrolable...

Una más, y van...

Es que no es la primera vez que el miedo me gana la batalla. Cuando quedé embarazada -ya con cuarenta años-, muchos me dijeron que por ser "primigesta añosa" me exponía a un embarazo de riesgo, así como a sufrir diabetes, eclampsia y no sé cuantos fantasmas más. Sin embargo, la Hechicera interior aseguraba que todo estaría bien y que mi niño -porque supe que sería varón mucho antes de que las ecografías lo confirmaran- nacería fuerte, saludable y vigoroso; y efectivamente, tuve el embarazo más pleno y disfrutable que una mujer pudiera soñar, sin indisposiciones matinales, sin contratiempos de ningún tipo y trabajando activamente hasta las últimas semanas... Por eso, a medida que se acercaba la fecha del parto, una idea loca empezó a rondar en mi cerebro: la de que mi hijito naciera en casa, en un entorno cálido y amigable, alejado de la frialdad de los hospitales. Pero cuando planteé mi deseo al Padre y a la familia, me tiraron encima con todas sus variantes del miedo: ¿qué pasaría si había una complicación con la posición del bebé, el cordón o la placenta, o si el niño era demasiado grande como para nacer por parto natural? ¿Estaría yo dispuesta a asumir la culpa si algo salía mal y perdía a mi hijito? Resumiendo: después de hacer todo el trabajo de parto en casa -caminando y acuclillándome ante cada contracción- y ya con casi nueve centímetros de dilatación, mi compañero llamó un taxi y me llevó al hospital... sólo para que me ataran a una cama sin escuchar mis gritos, súplicas y maldiciones, ¡y terminaran practicándome una cesárea por descontrol materno! Esta experiencia fue una de las más traumáticas de toda mi vida, a tal punto que casi seis años y mucha autoterapia después, todavía no consigo superarla...

La Hechicera interior fue desde el principio mi sabia guía de maternidad: así fue como "supe" interiormente que era mejor no vacunar a mi niño, ni cortarle el pelo, ni mandarlo a la escuela (no estoy haciendo una apología de estos conceptos, que quede claro: si tu postura como mamá es diferente, la respeto ciento por ciento... esto es simplemente lo que a mí me parece mejor para mi hijo). Sin embargo, con el tema de las vacunas debí transar, al menos temporalmente: como -debido al trauma de la cesárea- no conseguí que me bajara leche suficiente para amamantarlo, me asaltó la sospecha de que el pequeño carecía de la "inmunización natural" que yo hubiera querido darle... así que durante los primeros meses, el miedo me llevó puntualmente de la mano al hospital para cada control pediátrico, y me hizo cumplir estrictamente con los calendarios de vacunación; y recién para cuando cumplió el año, me atreví a desafiarlo y comenzar a imponer mi criterio. Con el pelo pasó algo parecido: hasta los cuatro años, mi niño lució una abundante y preciosa melena, que era mi orgullo y la sorpresa de todos; pero entonces, empecé a notar que en algunos lugares donde íbamos, la gente se refería a él -sin mala intención, obviamente- como la nenita; y en vez de sentarme a explicarle al pequeño que el largo del cabello no tenía nada que ver con su identidad de género, opté una vez más por acatar la voz del miedo y llevarlo a la peluquería más cercana para un corte radical, que le hiciera verse muy masculino (por cierto, después de ese primer y único corte, ¡él mismo decidió volver a dejarlo crecer!)

Completo el panorama con todo y anotaciones marginales, espero que entiendas por qué en este preciso momento me siento furiosa conmigo misma y con la vida (ergo, con las defensas destruidas y volando de fiebre): ¿hasta cuándo el miedo va a seguir ganándome cada batalla importante de mi vida? Si se tratara de ti, probablemente a estas horas estaría aconsejándote amorosamente, como lo hace Louise: "no seas tan dura contigo misma; la autocrítica no hará que te sientas mejor. Acepta que hiciste lo mejor que podías en cada situación, perdónate y sigue adelante; ya lo harás mejor la próxima vez" (¡las consejeras intuitivas también somos humanas, al fin y al cabo!). Sin embargo, hoy por hoy no puedo evitar sentirme como la Maestra Ciruela... una vulgar impostora, bah.

Si todavía estás ahí, no puedo menos que dar gracias de corazón por tu generosidad y empatía, y prometerte que en cuanto logre sacudirme de encima los vestigios de la gripe, volveremos a estar juntas para seguir construyendo una vida plena desde todo punto de vista. Y si todavía te queda un resto de paciencia, ¿por qué no me cuentas cuáles son tus miedos con relación a la maternidad? En una de esas, entre todas logramos desenmascarar al villano y estar más preparadas para su próximo ataque... 

¡Bendiciones, y que pases un maravilloso fin de semana! 




4 comentarios:

  1. Muy buenas Kassandra, como siempre un post muy interesante ^_^ Yo como tu, creo que muchos dolores son causas emocionales, si quieres ya te contaré por email mi experiencia a este respecto, pero creo que como lo planteas es demasiado místico para mi, como si hubiera algo de mágico tras ello y para mi es más una cuestión de evolución (o no evolución, no sabrá como definirlo bien) humana: resquicios de nuestro yo del paleolítico, donde diferenciábamos cientos de tonos distintos de verdes y por instinto entendíamos si esa raiz era comestible o nos iba a matar. Creo que esto es un poco lo mismo y que seguir tu intuición/instinto no es malo, pero como hemos evolucionado tanto a nivel científico y tecnológico a veces preferimos confiar en la seguridad que esos avances como sociedad nos han traido, que en instintos primigenios. Y más cuando se trata de la salud y vida de un hijo, entiendo que ser cauta es la salida más lógica y no pasa nada por tener miedo, no te tienes que culpar por ello :) ¡un beso! y espero que tu niño esté mejor ;)

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  2. Hola Kassandra, debo aclarar primero q desde hace un tiempo he dejado de creer en la medicina tradicional, justamente porq soy de las q creo q son el principal alimento de las multinacionales. Pero claro, todo cambia cuando se trata de un hijo, ahi una se pone a prueba y lo q hacemos siempre lo vamos a hacer pensando q es lo mejor para ellos. Y para mi es uno de mis mayores miedos, la salud de mi hija. No la mia, ya q acepto lo q me pase como parte de mi y la miro positivamente, (gracias por la copia del libro de Hay). Pero no puedo decir lo mismo de cuando se trata de mi hija, ahi realmente es cuando siento el miedito. Gracias por todos tus post, me encanta tu blog. Saludos de tu coterránea.

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  3. He encontrado ahora mismo tu blog y tengo que decirte que es un espacio encantador, me ha entusiasmado todo, asi que para no perderme ninguna entrada me hago seguidora ahora mismo!!
    Te invito a dar una vuelta por mi rinconcito, espero que tambien te guste!!
    Un Saludo

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  4. Me ha gustado la intensidad y realidad que le has puesto a tu entrada
    Si bien noestoy de acuerdo en todo
    me ha dejado un sabor intensamente positivo

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